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domingo, 26 de mayo de 2013

Ivette Cepeda: “…estar”


Ivette Cepeda: “…estar”

2 ENERO 2013 Por Marta valdés
Ivette Cepeda en el concierto del Teatro Mella. Foto: Daylén Vega.
Ivette Cepeda en el concierto del Teatro Mella. Foto: Daylén Vega.
No sé, pero quedamos unos cuantos entre los que contábamos, allá en los años sesenta del siglo pasado, con un regalo seguro para el fin de año: aquellos conciertos cuya preparación acaparaba los esfuerzos e invadía los sueños de La Burke. Era el ir y venir de autores con sus canciones impacientes por hacerse realidad completa en los acordes de Froilán con su guitarra o en las partes de piano que Enriqueta armaba amorosamente tratando de no fallarle a la idea original; era el estreno de una libreta nueva para anotar las letras que aquella mujer, incapaz de perder la ilusión, se encargaba de mantener siempre a mano. Era el vestido nuevo, en fin, tantas cosas previstas para una fecha fijada de a porque sí, que nos acostumbró a reservar en el calendario íntimo y que se hacía secreto a voces cuando al año no le quedaba casi nada. La cola daba la vuelta al Amadeo desde que se anunciaba la venta de entradas. Ilusiones van, ilusiones vienen de las que, finalmente, nacía el aplauso cerrado que no ha cesado de sonar en el recuerdo para estos que quedamos. Todo era sorpresa en la función, nadie imaginaba con qué ocurrencia se nos aparecería aquella mujer de maneras sencillas cuando entraba a escena con el aire de reina que Dios le había dado para esas ocasiones y nos iba bañando con su voz, por igual, a todos y a cada uno.
Ivette Cepeda no había nacido pero creció escuchando como cosa natural, junto al trinar del sinsonte, en un mundo donde ya desaparecían los pregones, ese sonido que la radio se encargaba de lanzar al viento y que acompañaba el trajín de las mujeres en el diario navegar. Canciones que la animaban a vestirse para marchar a la escuela a aprender cosas,  que la contentaban a la hora de hacer la tarea. Poco -o nada– sabíamos de esta mujer cuando su nombre empezó a sonar hace apenas cuatro años en un concierto único que, todavía, rueda de copia en copia ganando devotos para ella. Quizás ese testimonio nunca pierda el encanto: le habían dado la oportunidad de fracasar o situarse, para siempre, en el paisaje emocional de los cubanos. Claro que triunfó. Mujer hecha y derecha en el sentido recto de la palabra, se había encargado de seguir cantando todo el tiempo aquellas canciones que no le habían fallado en la voz de Elena o de “La Mora”, de Silvio o de Pablito. Canciones que ella nos enseña a ver desde lo más profundo de su letra porque, para eso, estuvo mucho tiempo como maestra.  Así se pasa el tiempo cuando se acerca diciembre, ideando villas y castillas, queriendo sembrar tradición con su apego al Teatro Mella, escenario de encuentros que ya comienzan a hacerse costumbre para preparar la fiesta de fin de año y recibir el próximo capítulo en la historia personal.
Cada entrega de Ivette Cepeda, pensada y soñada, estresada en los preparativos, lograda a sangre y fuego sin reparar en la cuota de sacrificio personal que entraña, alcanza en el escenario el clímax pero -cuidadito-nada de hacer sonar una fanfarria para hacer su aparición en escena sino inundando el ambiente con un “suave rumor” de cuerdas, rodeada de sus músicos inseparables para dar paso, sin más, a eso que andábamos buscando: las canciones que se nos han ido haciendo imprescindibles, en este su tiempo, a quienes las conocíamos y a quienes no sabían de ellas porque vinieron al mundo cuando la desmemoria las había sepultado.
Demos gracias a Ivette Cepeda por levantar en peso las más disímiles regiones del cancionero cubano y, a fuerza de empeñarse en ello, sazonando su labor con una excelente muestra de estrenos que pasarán a la historia ligados para siempre a su nombre, mantener renovadas, en nosotros los compositores, las ganas de seguir haciendo. En una de sus brevísimas –si bien acostumbradas- intervenciones entre canción y canción, la artista confesó su incapacidad para responder, en las entrevistas precedentes al concierto donde se le preguntaba, en relación con los planes concebidos para esta cita. Llegado el momento, nos dijo -cara a cara- a quienes la hemos venido siguiendo, su convicción de que el verdadero propósito, el verdadero deseo, el móvil real, para ella, era “estar”, sencillamente estar allí con nosotros.
Así se repartió por entre el público, repartiendo abrazos y recogiendo flores mientras pedía prestado un “color para pintar la vida” que sólo tiene sitio en su paleta única. Por eso coreamos, al unísono, su estremecedora y sensible consigna para el 2013: “no nos falta fe”.
Almendares, 31 de diciembre de 2012

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