«Nunca interpreto una canción
del mismo modo», afirma una de las más relevantes voces femeninas de la Isla en la escena
musical contemporánea
29 de Enero del 2011 Juventud Rebelde
A media luz, una
orquesta toca impecablemente. Sorprende en cada tema el arreglo musical,
ingenioso, perfecto. Es una intimidad melódica y escenográfica que acompaña a
las Estaciones interpretativas de Ivette Cepeda.
Las imágenes que el
realizador Lester Hamlet ha convertido en DVD (Producciones Colibrí 2010),
captan esa esencia trovadoresca, cancionística y de filin que constituye
nuestra tradición sonora. Ivette se pasea por ella dejando una huella muy suya.
Se la ha apropiado sin que su incursión compita con la que han ofrecido sus
compositores.
Pero las letras tienen
que motivar a la intérprete, porque a la hora de escoger, las canciones deben
aportarle como ser humano. «Por eso me ha costado tanto trabajo encontrar temas
inéditos, aunque en el concierto Estaciones tuve la suerte de
reestrenar uno de Orlando Vistel (Si yo hubiera sabido) y estrenar otro
de Alberto Pujols (De cuando en cuando)».
El material
audiovisual —grabado en noviembre de 2008 en la sala teatro del Museo Nacional
de Bellas Artes—, es un exquisito repaso por la canción contemporánea cubana,
en el que sobresale la huella de la Cepeda en temas de Marta Valdés (Sin ir
más lejos), Amaury Pérez (Para cuando me vaya), y Tony Pinelli (Tú
eres la música que tengo que cantar), entre otros.
Una visita a su casa
fue el pretexto para conocer a fondo a la artista y develar su secreto al
adueñarse de las letras que defiende con su voz. Nunca ha podido cantar igual una misma canción.
Emociones
Ivette fue maestra
durante una buena parte de su vida y no se arrepiente de haber llenado de
alegría la vida de sus alumnos, a quienes iluminó el camino dotándolos de
conocimientos.
Nació hace no importa
si tres o cuatro décadas, aunque en verdad explica que visitó la ciudad de
Sancti Spíritus —por primera vez después de haber venido al mundo allí— el año
pasado.
Nunca la afectó no
haber acariciado mucho una muñeca de la que se enamoró desde que la vio por
primera vez, y que perdió cuando la dejó olvidada en el portal de su
casa.
Confiesa con cierta
nostalgia que su verdadera muñeca, su principal juguete, fue una latica que
siempre tenía a su lado y colocaba muy cerca de su boca, para cantar dentro de
ella a manera de micrófono y oír su timbre, como el de los grandes cantantes de
la radio.
Años más tarde, «por
hacerle un favor a un amigo que necesitaba que alguien fuera a cantar a un
lugar, me volví a enamorar de esa historia».
En los últimos
tiempos, más bien en los últimos meses, y mejor aún, en los días más recientes,
la Cepeda está «en el grito», como se dice.
¿Cómo se siente en un
escenario?, le preguntamos. Hace una pausa, piensa y revela: «Les voy a decir
algo sobre eso: ¿No saben que, cuando estoy cantando, la luz que siento sobre
mí no es la que viene de los equipos del teatro, sino que está por otro lado?
¡Es algo que me lleva a hacer las cosas de una manera imprevista!».
Dice que el público
cubano es increíble, que interactúa con el artista y se emociona con cada
canción. «El 90 por ciento del repertorio habitual que hago me lo sugiere el
público, que es cada vez más diverso, exigente e intenso».
Siente que a sus
conciertos asisten muchos jóvenes, y es pintoresco el paisaje entre la gente
con canas, verlos con «el pantalón rasgado y el pelo “parado”».
Cuenta que en la
región de Chernobil, en Ucrania, en 2005, relativamente cerca de las célebres
Catacumbas de Odessa y de la Iglesia de las Doce Puertas, lloró muchísimo al
ver que los espectadores se sabían La Guantanamera y la canción
dedicada al Che por Carlos Puebla.
Ahora está feliz,
dedica «36 horas de las 24 del día al canto». Tanto es así que desde que se
insertó en el mundo del espectáculo disfruta sobremanera de ese especial
encuentro con el auditorio.
Amén de no tener una
formación musical, Ivette señala que siempre «le dieron una oportunidad más
para seguir trabajando». Como cantante actuó en centros turísticos como los
hoteles Neptuno y Tritón, y ahora mantiene un espacio habitual en el Telégrafo,
a la vez que con frecuencia se presenta en el Centro Cultural Bertolt Brecht.
En la actualidad se
hace acompañar del grupo Reflexión, integrado por José Luis Beltrán
(guitarrista y director); William Rivero Pérez (bajo); Jorge Luis Lagarza Pérez
(piano); Lino Pedroso Solar (percusión cubana) y David Pimienta (batería).
La influencia en su
carrera del bajista del Buena Vista Social Club, Orlando López (Cachao), fue
esencial. Relata que el músico le hizo un día una audición y terminaron
trabajando juntos por un lustro.
«No ensayamos nunca
más y estuvimos juntos en uno de los proyectos que considero fue una escuela
para mí. Yo cantaba, pero escuchaba más. Aprendí mucho».
A Ivette la intimidó
un poco la proyección que debía tener una cantante en escena: «No sabía ubicar
la mano como me decían tenía que hacerlo, muchísimo menos una pierna. Pero con
esos palos duros que da la vida empecé a mostrar a la que soy y saco la mano a
mi forma.
«Las lentejuelas y la
ropa para cantar en cabaré —que no critico y que en algunas ocasiones uso—, era
lo que tenía cuando comencé a actuar en El Gato Tuerto. Entonces mis amigos me
dijeron que esas cosas ya me las podía quitar. Empecé a sentirme más cómoda.
«De nada vale que
niegue que la programación de las noches habaneras excluía propuestas como la
mía. Fui criticada por cantar en un lugar canciones que no eran para allí, es
decir, versiones de boleros y temas de autores como los del DVD Estaciones,
también los de Sabina y Serrat. Sin embargo, ahora he sentido mucho apoyo y se
han abierto nuevos espacios para este tipo de repertorio», subraya.
Cantar desde casa
La artista se lamenta
de no haber logrado que alguien se enamore de la huella dejada por su abuela
Guadalupe Pérez Silva, maestra y pianista de Santiago de Cuba, con una historia
bella, como la de haber sido una de las primeras alfabetizadoras cubanas, nada
menos que en 1940, cuando en realidad ella dejó una estela de humanismo que
podría conmover a toda Cuba.
«A ella le gustaba
escucharme cantar cuando muy niña y me decía: “Vamos, anda, Cuquita, cántame
una canción”. Aunque nunca me dijo si yo era muy afinada, ni me regaló el
halago de calificar mi voz de melodiosa, me puso en contacto con la mejor
música».
Considera que tal vez
de esa herencia —como de la voz espectacular de su papá, Octavio Cepeda; o de
la de su abuela paterna, Adela Guerra, que era soprano y cantaba en el coro de
la iglesia en Sancti Spíritus; e incluso de la de su mamá, Himilce—, proviene
su modo de interpretar las canciones.
Recuerda Ivette
igualmente a su otro abuelo, Miguel Ángel Quevedo Socías, también de Santiago
de Cuba, para ella un sabio, porque en verdad «uno sabe lo que quiere saber».
Se le humedece la
mirada cuando piensa que no ha logrado ser como cantante lo que sí pudo
alcanzar como maestra de niños, de adolescentes y hasta de profesores en la
especialidad de Matemática.
«Suelo luchar mucho
por mantener bajo control la emoción. Recuerdo el día en que estaba cantando,
donde empecé como profesional, en el restaurante La Parrillada. Celeste Mendoza
me pidió que cantara el bolero Amor fugaz, compuesto y cantado por Benny
Moré, y no sé por qué razón me emocioné tanto que empecé a llorar.
«No olvidaré nunca que
Celeste se puso de pie y exclamó: con su carácter intempestivo y una convicción
enorme: “Niña, te voy a decir una cosa: ¡Si se canta, no se llora; y si se
llora, no se canta!”».
Nuestra entrevistada
recuerda que muy pequeña vino para la capital y residió en el reparto Alamar,
en La Habana del Este, desde 1971 hasta 1997. Allí integró un coro de la
escuela primaria Alamar 3, que dirigía un argentino residente en Cuba. Y
rememora que cuando él la escuchó, con solo diez años, comentó: «¡Ella no tiene
timbre de ni-ña, ya tiene voz de mujer!».
Música y sueños
¿Qué lugar ocupa ya
Ivette Cepeda en la cancionística protagonizada por mujeres? Suele responder
con humildad: «Solamente estoy siguiendo la línea ya trazada por una tradición
que existe. Me siento en el mundo de la cancionística y no creo que haya
inventado nada nuevo».
Es extremadamente
feliz cuando interpreta géneros como el son, la guaracha, el guaguancó y la
rumba. «Claramente, ese espacio está hoy defendido por voces tan relevantes,
que trato de hacer donde creo estoy mejor».
Amante de la música
tradicional y de la trova en todos sus estilos, menciona con cariño a muchos de
nuestros cantantes y no olvida decir que venera «a muchísimos como Barbra
Streisand, Andrea Bocelli, Chavela Vargas, Ana Belén, Simone, Mercedes Sosa y
Joan Manuel Serrat, pero entre mis ídolos están los cubanos Ignacio Villa (Bola
de Nieve); Silvio, —con El trovador de barro negro dormía a mi niño—;
Pablito; y el brasileño Caetano Veloso.
«Lo que más disfruto
es hallarle la esencia musical a un tema, poderlo traducir y llevarlo adonde
quiero», asegura.
Un colega ha dicho que
Ivette Cepeda no canta, sino que lo que hace es dibujar, pintar, esculpir e
iluminar canciones. Y un trompetista amigo la llama «diosa de la canción».
Antes de marcharnos de
su apartamento, ella nos anunció que confía ver realizado un sueño: «Estoy
ávida de canciones desconocidas, nuevas, diferentes, que cuenten historias
personales aún ignoradas, compuestas por autores que ansían que las cante y
hacer con ellas un disco especial y que la gente lo escuche en sus casas.
Cantaré a mi modo, con pasión, y le llamaré al disco Buganvillas, aunque
algunos jurados sigan sin saber, en definitiva, qué soy yo.
«Porque cantar no es
solo entonar con ritmo y afinación. Hay que ponerle todo el latir del corazón,
que es “el único músculo sonoro y la única maquinaria que sufre”, como ha dicho
un poeta».
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