Por Pedro de a Hoz
La realidad fue elocuente: dos conciertos de
fin de año a teatro lleno en el Mella, una veintena de canciones en cada uno, y
cuando quiso despedirse, del público pidieron más y ella no dejó de complacer.
Gente de todas las edades y de diversa extracción. ¿Carisma, duende, ángel o
como le quieran llamar? Lo tiene. Pero de esas corrientes subjetivas, que
gravitan en la interrelación entre artista y público, no voy a escribir, sino
de cómo Ivette Cepeda actúa y se proyecta, y antes aún, incorpora muy en serio
la responsabilidad de comunicar arte sobre la escena, y nos divierte y se
divierte, y siente y hace sentir lo que al final de todo se recibe como una
fiesta.
Foto: Yander Zamora |
Mirando y escuchando
bien las cosas, Ivette Cepeda no encierra misterios. Parecería un lugar común
decir que detrás y delante de ella hay una enorme carga de trabajo. Otra frase
al uso acuñaría que entrega amor y pasión. Solo que en su caso esos tres
sustantivos se hallan orgánica e inteligentemente incorporados a su razón de
ser.
Ante todo se advierte
una toma de conciencia de su papel. Recuerdo haberla visto por primera vez en
las noches de El Gato Tuerto a inicios de este siglo mientras pulía sus
recursos expresivos. No sé si entonces ya sabía lo que quería, pero intuyo que
sí, y lo más importante, sabía cómo lograr lo que quería.
Creció y ahí está hoy,
auténtica y generosa. Con la canción cubana en el centro de su espíritu.
Reivindicando la condición de intérprete, algo que se perdió aquí y en otras
partes por los rumbos de la industria del espectáculo.
Hemos asistido en las
últimas décadas, y no está mal que así sea, a la consagración del cantautor. Y
al mismo tiempo, y ya eso no es muy bueno que digamos, a la fabricación en
serie de canciones en función de la imagen de un artista. Al compositor se le
exige y se le compra un tema para que encaje en el estilo de tal cantante —el
productor musical o el manager investidos con absolutos poderes—, sin que el
cantante tenga voz y voto en la elección.
Ni Ivette es
cantautora —tal vez un día nos dé una sorpresa— ni ha perdido la posibilidad de
elegir por sí misma. Se ha apropiado de un repertorio, a base de compositores
que han aportado joyas a la canción cubana. Unos más tradicionales que otros,
unos afiliados al bolero o al filin y otros a la nueva trova. Unos de ese ayer
que nos pertenece y otros de ese ahora que nos representa. Y de vez en vez
algún latinoamericano —pienso en el mexicano Vicente Garrido— que por derecho
propio entró en nuestra órbita.
La cuestión radica en
que Ivette ha conseguido que la canción de este y aquel se parezcan a ella
misma, como en su tiempo lo hicieron Elena y Moraima, como lo hizo Sara en su
inconclusa saga de mujeres compositoras, como lo siguen haciendo Omara y Miriam
Ramos. No son nombres dichos al azar, sino tradiciones en las que Ivette se
inspira.
De tal modo construye
mundos personales al interpretar Tú no sospechas (Marta Valdés) y El
primer día (Vicente Feliú), se desliga de los prejuicios de las
inevitables comparaciones al cantar Murmullo (Electo Rosell)
y Te dije quédate (Navarro – Solís), rescata Como un
milagro (Juanito Márquez), reivindica el linaje trovadoresco de Juan
Formell con el recuerdo de la Burke, rinde homenaje a Bola y la Mora, renueva
en clave de rumba Mi Habana (José A. Quesada), visita los territorios
de los juglares Frank Delgado y Karen García, convierte en fuego vital Tú
eres la música que tengo que cantar (Tony Pinelli), y confirma su
empatía con Orlando Vistel como autor de canciones de hermosas melodías y
lírica directa.
Luego están la música
y los gestos. Instrumentistas guiados por José Luis Beltrán, y complementados
con la introducción ocasional de un cuarteto de cuerdas, que eluden los caminos
trillados. Gestos que encajan en cada giro de la trama sobre la escena.
La realidad fue
elocuente. Ivette Cepeda tiene mucho que ofrecer.
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