La descubrí una noche, hace varios años, en el Gato Tuerto, cuando mi filling cansado de tanto desempolvar voces ya se resignaba a estos insulsos tiempos de reagueatton, trova, música pop, tecno, salsa, bachata.
En principio confieso que me pareció tan excesivo como curioso aquel tono de estadio de fútbol con que la aclamaba el público levantando los brazos y repitiendo su nombre Ivette Ivette Ivette Ivette. Me pareció excesivo, tiempo después, eso de que los clientes de un bar lo mandaran a callar a uno porque el murmullo no deja escuchar el tema. Pero aún así la seguí, la seguí al Tocororo, al lobby bar del Comodoro (con un audio pésimo), al bar del Hotel Telégrafo, a su delicioso “Sin permiso de Sabina” del Bertolt Brecht, a su primer concierto en la salita de teatro del Bellas Artes, adonde se le veía nerviosa por esa primera vez, ahora fuera de los bares, donde el público, esta vez sí, se sienta en una butaca y solo viene a escuchar, a aplaudir, viene a por la música. Y no son las canciones –bueno, sí, también son los boleros, claro-, es su tono como de angustia, fuerza y vivir intensos (ese mismo tono de viejos y mejores tiempos que, gracias a ella, esta vez me pertenece), es la manera de cantarlas, es que rompe con su voz esa nostalgia absurda que me hacen sentir la Burke y la Portuondo, digo absurda porque esas dos grandes –como Silvio y Pablo- nunca fueron (nunca serán) mías del todo. Confieso que de tanto escuchar a Ivette Cepeda, en secreto desenfreno, quise escribir canciones para su voz. Y es que esas cosas tiene el filling, cuando de tanto sentimiento acumulado (y más por los tragos) nos pasa toda la vida por delante, algo así como si uno se muriera viviendo dentro de esa voz.
(Publicado en Habana por dentro, por Darza Novak)